domingo, 7 de febrero de 2010

No se hablaba del respeto a sus derechos porque no se consideraba siquiera la posibilidad de que tal cosa existiese. Era necesario reestructurar las mentes de aquellos que explotaban y poseían a una mujer. Un cambio no era suficiente, se requería de una revolución y la hubo. Y levantaron la cabeza y la mirada aquellas que alguna vez fueron golpeadas como animales, aquellas a las que les robaron la capacidad, el poder, el talento, la libertad, el amor propio, la dignidad. Con las eternamente subversivas palabras justicia, igualdad, respeto, derecho, enderezaron pensamientos y triunfaron. Salieron a las fábricas, giraron manivelas, se armaron de overoles y martillos y checaron tarjeta mientras la guerra las hacía viudas, y madres, y padres, y autosuficientes a la fuerza. Lo creyeron. Probaron la manzana, saborearon el dulce del poder, del mandar y comandar y se lo hicieron saber a los estados y a sus leyes, y los Artículos hablaron de su valor y de su quererse a sí mismas, se cortaron los cabellos, se pusieron pantalones, se subieron la falda, se vistieron de vaqueros o de traje sastre o de cigarrillo en mano y bebieron tequila “con sabor a mujer”. Se inventó y se legalizó social y jurídicamente la madresoltería, luego se promovió, se publicitó, se defendió y se protegió el nuevo cosmos familiar uniplanetario-unisatelital: mamá-hijo (o hija, desdeluego). Se puso de moda el deporte de demandar, por incompatibilidad, por adulterio, por pensión de alimentos, por abuso, por violencia intrafamiliar, por acoso, por desamor, por miradas, por los besos dados y por los no dados también. Se depositaron los hijos en guarderías o en casa de alguna todavía subyugada, todavía no liberada, todavía en casa pero mujer, como la abuela o la tía solterona. Se proclamaron dueñas únicas y absolutas de ovarios y espermatozoides, de maternidad y paternidad, de aborto o vida. Se mostraron a sí mismas, autosuficientes, autoabsolutas, autosolteras, autoamadas y autosolitarias. Liberaron al hombre. Este aprendió a empujar el carrito del súper y disfrutar de la paz de esa terapia, a no volver firmar contratos con bienes mancomunados, a levantarse temprano para ir al gym, a retacar de testosterona la camiseta hasta dejarla apretadita, a no ir más allá del contrato de cuatro meses con una mujer para no generar demandas, a ser proveedor de palomitas y películas de DreamWorks o ya de jodido Disney cada fin de semana para que los hijos que perdió en el juicio no lo odien tanto como les inocula su madre, a por fin comprar la moto roja que cambió por un anillo y un vestido blanco estando bajo los efectos de la juventud, a quitarse de tonterías machistas y ¿porqué no? toquetearse un poco con el compañero del gym que después de todo carne es carne. El hombre aprendió que siempre ha sido autosuficiente, que no eran necesarios ni lo mocos ni los pediatras, ni las horas extra en el trabajo para poderlos pagar, tampoco eran necesarios los tontos intentos de tener contenta a la princesita… de cualquier modo jamás lo habría logrado. Aprendió que si bien hoy existen apoyos para la madre soltera nunca los hubo ni los habrá para el padre casado. Aprendió que la que se tiene que cuidar es ella, que la que se embaraza es ella, que de sus espermatozoides ella se hace cargo porque cuando de abortar se trata nadie, nadie se acuerda que hay un padre al que pedirle opinión. Aprendió que en caso de aburrimiento, a falta de amigo del gym y exceso de proteínas siempre habrá mujeres liberadas en el match.com, o en cualquier bar de oldies que, ensordecidas por la soledad, creerán cualquier tontería que se les diga. Y que el irá con un “pequeño tal vez” de esa misma soledad anudada en los testículos y que en el “leve caso” de que esa soledad existiese jamás la podría expresar, y que en realidad no le importa.

Y después de la revolución, que no dio en el blanco, que hizo de inocentes, víctimas; ellas siguen con la burka, Bebe sigue cantando:
y tu inseguridad machista se refleja cada día en mis lagrimitas
una vez más no por favor que estoy cansada y no puedo con el corazón
una vez más no mi amor por favor no grites que los niños duermen
voy a volverme como el fuego, voy a quemar tus puños de acero
y del morado de mis mejillas sacaré el valor para cobrarme las heridas
malo, malo, malo eres.


Y después de la revolución una mujer indígena sigue valiendo menos que una vaca.Y después de la revolución, se me llena la ventana del MSN de gritos de dolor liberado, de úteros secos que nunca fueron ocupados, llenando de vacío las almas de mis amigas que maquillan la mueca del llanto a solas con polvitos de gerencia, y éxito, y liberación, y se consuelan los labios con lipsticks de Lancome y Pupa y que son totalmente palacio, y que… pobrecitas… se ilusionan tanto cuando “el italiano” o el “gringo” o “el francés” o cualquier cosa extranjera las pone en su lista de amigos en el Facebook, y que con la imagen de aquella jovencita de la prepa en la mente dicen al vacío: ¡Ah no! A mi que me atiendan porque YO soy una princesita.Y después de la revolución hay otras amigas cuyas manos se les vuelven artríticas de recordar la última vez que tocaron la piel de un hombre, aunque secretamente, ya de noche, mientras el Motival hace un hoyo en la cerca de la realidad para que se puedan fugar al sueño, tengan que reconocer que la piel que sus chuecas manos recuerdan es la de ese que de día llaman “el patán de tu padre”, porque no olvidemos jamás, no olvidemos jamás, que el eficaz spot que anuncia el producto “mujer liberada” por definición necesita irremediablemente de un macho, de un patán real o imaginario, del presente o del pasado, porque si no ¿de qué se libera “la mujer liberada”? porque sólo con esa imagen, “la mujer liberada, se perpetúa liberada.

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